9 de agosto de 2017

William Herschel

William Herschel (Hannover, 1738 - Luna?, 1809?), nacido Wilhelm Herschel y considerado como el primer humano en realizar un viaje más allá de los límites de la atmósfera terrestre.

Originario de Hannover, recién integrada en la Confederación de Ducados Germanos, donde su padre Isaak Herschel era responsable de los arsenales de fusiles pneumáticos, que empezaron a proliferar en los ejércitos centroeuropeos a principios del siglo XVIII, el joven Wilhelm tuvo pronto contacto con dicha tecnología. Su fascinación por ella se vió tornada en horror tras verse forzado a participar en la batalla de Hastenbeck con sólo 19 años, al comienzo de la cual una herida de proyectil le perforó el hombro izquierdo. Declarado incapaz de empuñar un arma fue dispensado del servicio militar, hecho éste providencial para Herschel, ya que su repentino rechazo hacia el uso bélico del conocimiento técnico le supuso un enfrentamiento inmediato con el cabeza de la casa. Estas desavenencias rápidamente le llevaron a abandonar el seno de la familia y buscar fortuna en Britannia, donde el ambiente más pacífico y apropiado para el desarrollo civil existente en el Imperio ya había traído a dos de sus hermanos mayores con anterioridad, los mellizos Jacob y Siglind Herschel. Es desde este momento que Herschel empieza a usar William como nombre para facilitar la vida cotidiana, aunque su innegable acento teutónico nunca le abandonaría.

Gracias a su hermana, organista en un pequeño oratorio del complejo de St. Paul en la capital imperial, el recién llegado obtuvo un trabajo que le permitió aplicar sus conocimientos técnicos adquiridos en el continente e ir ganando poco a poco renombre en el ámbito de la maquinaria de compresión y distribución de aire para fines musicales. Su carrera en esta dirección sin duda tuvo un punto álgido cuando con 48 años, en 1786, fue el responsable de la instalación del órgano monumental de la Abadía de Westminster, que desde entonces y durante 91 años fue el mayor del mundo. Dicho logro le valió la imposición por el rey Jorge III de la Cruz de Bronce al mérito industrial, nombramiento no exento de polémica en la época al tratarse de un ciudadano de origen no británico.

Pero no sería en éste ámbito en el que Herschel realizaría su mayor contribución a la historia. Con veinte años y al poco de instalarse en Londres, tuvo la ocasión de contemplar el paso del cometa que Halley había bautizado como propio medio siglo antes y cuya vuelta había predicho. Dicho espectáculo le supuso una epifanía, en palabras del propio Herschel muchos años después en una carta a otro miembro de la Royal Society. Su imaginación rápidamente asoció aquella maravilla nocturna con las balas pneumáticas que había llegado a odiar, y aunque erróneamente porque por aquel entonces no poseía conocimientos de las leyes físicas fundamentales, dedujo que los cometas no era más que proyectiles a reacción, y que si estos surcaban las inmensidades siderales con mecanismos similares a los usados en la guerra, entonces él podía hacer que las personas igualaran a los astros. El sueño de surcar el espacio no le abandonaría en el resto de su vida.

Herschel empezó pronto a compaginar su trabajo con toda la formación que pudo recibir en los más diversos ámbitos técnicos, persiguiendo sin cesar el ideal del vuelo a reacción. Rápidamente entabló amistad con los círculos aeronáuticos de la época, pero sus ideas revolucionarias eran usualmente recibidas con escepticismo y en el mejor de los casos con hilaridad, si bien eso nunca le llevó a cejar en su empeño. Antes de cumplir los treinta ya había desarrollado modelos de proyectil autopropulsado valiéndose de unos bastante refinados conocimiento de aerodinámica, balística y otros tantos sobre la composición de la atmósfera recabados por distintos aeronautas contemporáneos. Los primeros experimentos fueron realizados en zonas despobladas de la campiña inglesa dado que los puntos de aterrizaje eran aún algo inciertos. Naturalmente en esta época no se hubiera atrevido a embarcar a nadie en sus vuelos de prueba, aunque algunos conocidos llegaron a afirmar que ya en esa época empezó a plantearse ser el primero en aventurarse como tripulante en uno de sus prototipos.

[Para una mayor profundidad sobre los comienzos de Herschel en el ámbito del vuelo a reacción se recomienda la utilización de bibliografía especializada]

A principios de la década de 1780 su obsesión revolucionó medio mundo, primero con artículos puntuales pero impactantes sobre su vuelo de Oxford a Edimburgo, donde consiguió la hazaña no sólo de salir vivo del proyectil antes de su impacto, sino de dirigir éste hasta el último momento para conseguir caer en la desembocadura del río Forth, aunque siendo precisos hay que señalar que un fuerte viento del este le desvió hasta ir a parar más cerca de Falkirk que de la capital escocesa. Es digno de mención también que como subproducto de su investigación, floreció enormemente la rama del diseño de paracaídas. Pero sin duda el acontecimiento que hizo que su nombre fuera conocido a nivel mundial fue su cruce del Atlántico en 1793, contando ya 55 años, una proeza de una magnitud apenas comparable a la de sus anteriores vuelos, entre los cuales se hallaba el realizado entre Moscú y Palermo en 1787.

Su llegada al puerto de Boston desde Lisboa marcó la consagración de una industria que no ha parado de desarrollarse y refinarse en gran medida desde entonces, incluyendo todo lo referente al manejo, enfriamiento y compresión de gases para los depósitos de las aeronaves de reacción, pero también en el hasta entonces desestimado problema de la finalización del trayecto: Herschel resultó gravemente herido debido a un fallo en el mecanismo de expulsión de su cápsula, y sólo se salvó por la activación automática del paracaídas. Desde entonces, todos los investigadores se centraron en lograr una forma de aterrizar lo más suave posible, con vistas también a la reutilización total o parcial de las naves. Desafortunadamente Herschel se vió obligado a retirarse de los vuelos debido a sus heridas, aunque su imaginación y su inventiva no se vieron aplacadas, sino más bien lo contrario.

Siguió progresando en sus diseños, apartándose más de la primera línea y de los flashes de los periodistas, y según sus familiares más cercanos cayendo en una monomanía preocupante. Poco se sabe de esta época que abarca los últimos 14 años de la vida del inventor. Su final en cambio es de sobra conocido. Un día a principios de mayo de 1809, un ya anciano y muy desmejorado Herschel volvió a asombrar al mundo: realizaría un viaje sin retorno a la Luna. Todas las voces que se alzaron entonces le tacharon de loco, muchos no sin parte de razón, pero éste no cambió de idea. Así, el 16 de julio de ese mismo año, realizó el que sería su último vuelo. En los cinco días que siguieron, todos los telescopios del mundo siguieron con interés el viaje, para comprobar con estupor que la nave no seguía la trayectoria prefijada, sino que se había desviado apreciablemente. Pronto se vió que no impactaría en la superficie sino que probablemente pasaría de largo. Dada la distancia existente es casi imposible estar seguros de lo sucedido, pero las últimas mediciones de su posición parecen indicar que llegó a entrar en órbita al satélite. Sin embargo, y aquí radica el misterio de la desaparición de Herschel, nunca se vió su nave salir por el otro lado, por lo que, y ante la falta de mejores hipótesis, se declaró que o bien había alcanzado la cara oculta de la Luna, o bien había seguido de largo y era ahora demasiado tenue para ser visto desde la Tierra.

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