En un pueblo del sur de Francia vivía una chica llamada Victorique, que por las mañanas iba al colegio y por la tarde ayudaba a un viejo automatista en su taller a las afueras. Allí aprendía poco a poco el oficio viendo al hombre crear y reparar máquinas y mecanismos, y soñaba con ser un día una afamada constructora de autómatas, personas de metal que podían llevar a cabo cualquier trabajo sin rechistar. Sin embargo, por más que ella le pedía que le permitiera probar lo mucho que sabía, su maestro no le permitía aún tocar los delicados engranajes y palancas. No estás preparada, le decía, y ella se tenía que conformar y ser paciente.
Pero sucedió un día que el automatista tuvo que marchar a la ciudad para buscar un repuesto del que no disponía para la bomba que extraía agua del río y la llevaba hasta el depósito de su taller, una tinaja tan grande que había que subir al piso de arriba para alcanzar su boca. El maestro pidió a Victorique que ocupara su tarde en acarrear cubos de agua desde la orilla para poder encender la caldera de vapor, para que a su regreso pudieran recuperar el trabajo atrasado. Sólo estaré fuera unas horas, le advirtió, pero es muy importante que cumplas esta misión que te encargo.
Sin embargo, Victorique era impaciente y estaba convencida de ser tan buena como su maestro, y antes de que el automotor de éste desapareciera en un recodo del camino y sólo se viera de él un penacho de humo blanco, ya había corrido hasta el cobertizo cercano al taller. No iba a encargarse ella de un trabajo tan laborioso y cansado como llevar cubos de agua cuando podía activar a un autómata para que lo hiciera él. Así pues, puso manos a la obra, y se dirigió al panel desde donde se daba órdenes a aquellas máquinas que parecían personas. Esto va a ser muy fácil, pensó ella, y cuando mi maestro regrese, seguro que reconocerá lo mucho que he aprendido.
Poco tiempo después, el primer autómata de la fila se puso en marcha, primero una pierna, luego la otra, y esperó obediente a que Victorique le diera sus órdenes. La chica no tardó en entregarle dos grandes barreños y guiarle hasta el río. Coge tus cubos y llénalos en la orilla, le mandó. Una vez lo hizo, abrió camino hasta la casa del automatista, situada en la planta de arriba del taller, subiendo por la escalera exterior. Echa el agua en la tinaja, le indicó a continuación, y luego repite hasta que te indique que te detengas. Desde allí mismo, la chica contempló cómo el hombre de metal salía de la casa camino del río, y se dirigió contenta al taller de la planta baja. Se acomodó en un viejo sofá que su maestro tenía allí para descansar entre placas de metal, cajones llenos de piezas y herramientas por todas partes, y en un momento había caído dormida, satisfecha por haber tenido la gran idea de usar al autómata.
Los resortes y ruedas del sirviente le guiaron sin falta una vez más hacia el río, pasando por delante del cobertizo donde había dormido junto a sus hermanos. Sin embargo, Victorique había sido descuidada, y no sólo había despertado a uno de ellos, sino a todos los que allí había. Y como los había dejado sin órdenes que cumplir, éstos rápidamente decidieron copiar las que estaba cumpliendo su compañero metálico. Los autómatas no tenían cubos a su alcance, así que cogieron toda cubeta, barreño, palangana y recipiente que encontraron a su alrededor y formaron una procesión que constantemente bajaba hasta el arroyo, cargaba agua, subía hasta la cocina de la casa, la echaba en el depósito y luego repetía el camino, una y otra vez. ¡Qué visión tan asombrosa, y qué susto se iba a llevar la chica al despertar!
Y es que, mientras Victorique soñaba plácidamente en la butaca de su maestro, los autómatas colmaron la gran tinaja de la cocina, y no habiendo recibido ninguna orden de su ama, siguieron repitiendo su labor sin cansarse ni un poco. El agua caía de sus cubos y cubetas, se derramaba puesto que ya no cabía ni una gota más, y luego corría por la empinada escalera que bajaba directa de la cocina al taller. Era tanta agua la que se desbordaba, que formó una cascada que rápidamente comenzó a inundar el piso de abajo. Y como las puertas y ventanas estaban cerradas, pronto el taller se convirtió en una piscina en la que flotaban cajas y libros, e incluso el viejo sofá donde dormía la chica.
Sobresaltada por el movimiento, Victorique despertó asustada, descubriendo que su lugar de trabajo estaba lleno de agua y que un torrente imparable bajaba desde el piso de arriba. Corrió hacia la puerta principal para abrirla y dejar que el lugar se vaciara, pero sus pies se resbalaban en el suelo embalsado y no podía mover el pesado cerrojo. Desesperada, intentó subir la escalera para escapar y dar la orden de parar a la fila de autómatas que veía por los cristales repetir una y otra vez su recorrido del río a la cocina y de la cocina al río, pero el agua bajaba con tanta fuerza que podía con ella y la llevaba de vuelta al taller.
En ese momento, el automatista regresó de la ciudad en su automotor, y aunque desde lejos le sorprendió ver la procesión de aguadores ir y volver de su casa, no fue hasta que se acercó que descubrió que el agua se escapaba de su taller por todo agujero y grieta en la paredes, por toda junta en la puerta, y por todo cristal roto en sus ventanas. Comprendiendo rápidamente que aquello era obra de Victorique y que podía estar en peligro al no verla, gritó a todos los autómatas que se detuvieran, corrió hasta la entrada, agarró un gran hacha que tenía allí para cortar leña, y de un tajo rompió el cerrojo. La puerta se abrió de golpe y el taller se vació en un instante, arrastrando consigo todo lo que allí había. La última en salir, ya que se había agarrado a la pesada caldera, mojada hasta la cabeza y con la mirada fija en el suelo, avergonzada, fue su joven aprendiz.
Su maestro no tenía que preguntarle qué había sucedido, y ella no tenía que decir nada para que éste supiera que había sido culpa suya. Temiendo que, enfadado, le ordenara irse para no regresar nunca, esperó a que el automatista mandara a los hombres de metal que se fueran a su cobertizo, y vió cómo éste regresaba de allí con una escoba en la mano. Has aprendido mucho, le dijo, pero aún no lo suficiente. Antes de mandar a una máquina que haga tu trabajo, tienes que estar preparada. La miró severo, pero lo único que hizo con la escoba fue entregársela a ella. Ahora ve y empieza a arreglar el taller, tenemos muchos encargos que completar hoy.
Y así fue como Victorique aprendió que la arrogancia es un gran defecto, y que la paciencia es una gran virtud.
En homenaje a Goethe, Dukas y Disney.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Las críticas, comentarios y sugerencias son siempre bienvenidos. Los comentarios se moderan para evitar spam.