Se recomienda haber leído antes La mano mecánica y El lobo de Bohemia.
Capítulo 1 - Heridas sin cicatrizar
Capítulo 1 - Heridas sin cicatrizar
Los faroles de gas iluminaban débilmente la silueta de la Ópera de Dresde. De igual manera, arrojaban su luz mortecina sobre el puente de Augusto en el que Semper, arquitecto de la misma, había sido asesinado. En mitad de aquella noche de febrero, una figura solitaria con un abrigo largo se subió a la baranda de piedra y fijó la mirada en las frías y oscuras aguas del Elba. Si hubiera habido alguien cerca, sus intenciones hubieran sido evidentes, pero no había guardias ni serenos en las inmediaciones en aquel momento que pudieran detenerle, y el conductor de algún automotor ocasional no se percataba de su presencia, o si lo hacía pasaba de largo.
Había tocado fondo. Atrás quedaban los días en que había estado atado a una camilla, dejando que su cuerpo se recuperara lentamente de la peor experiencia que había sufrido en su vida, mucho peor que haber perdido la mano derecha. Todo ese tiempo había estado bajo los cuidados, o más bien atenciones, de Helga von Soltau, la que una vez fuera su amiga. Pero eso había acabado, y él no podía reprochárselo después de lo que había hecho. Y aunque no fuera enteramente su culpa, tampoco se lo podía perdonar a sí mismo. Por eso, aunque su cuerpo hubiera sanado, su mente era incapaz de superarlo.
El joven había caído accidentalmente bajo el efecto de una especie de droga natural endémica de una caverna en Bohemia, una sustancia que le había desquiciado por completo, reduciéndole a un estado salvaje y extremadamente violento. Además, había trastocado toda su química interna, acelerando sus procesos biológicos en una desesperada carrera suicida que le consumía desde dentro. En su enajenación, había hecho algo que aún ahora, meses después, le provocaba escalofríos. Cada vez que cerraba los ojos, oía a su maestro llamándole por su nombre, pidiéndole que se detuviera. Y cada vez que dormía, le veía apuntarle con una pistola, aterrado e incapaz de dispararle por más que él se lo rogaba. En sus sueños también se convertía en mero espectador de esos últimos pasos, de cómo le agarraba el cuello con ambas manos, de cómo apretaba…
Día tras día había pedido perdón a Helga por lo que le había hecho a su abuelo. Ella siempre le ignoraba, apretando la boca bajo la estricta supervisión de su jefe de monterías, el ruso Kozhemov, que nunca se separaba del rifle de compresión. La cazadora respondía a sus súplicas con silencio mientras revisaba sus heridas y anotaba todo lo referente a las secuelas de la experiencia para sus investigaciones sin demostrar ninguna emoción. Aparentemente se había propuesto sacar algo positivo de aquella desgracia y le empleaba como cobaya en su estudio de aquella maldita sustancia. Una mañana llegó al sótano donde le tenían y tras soltar sus ataduras, le dijo que se marchara, que ya no quedaba rastro en él de la droga. Para entonces ya había asumido que nunca volvería a hablar con ella, así que se fue sin decir nada.
Había regresado a la casa de su mentor, residencia que compartía también desde que casi cinco años atrás había llegado a Dresde. Ahora sólo estaba allí Ruriek, su ayudante autómata, que había cuidado servicialmente de él desde entonces. Tras meses recluido, aislado de todos, no pudo soportarlo más y se lanzó a las calles, dispuesto a desaparecer. Puede que llevara unas horas así o puede que fuera una semana entera, pero su deambular le había llevado hasta el puente, y las heladas y silenciosas aguas iban a darle el reposo que no se merecía pero que tanto ansiaba. Ignorando todo a su alrededor, inspiró hondo, cerró los ojos, y se dejó caer hacia delante.
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Su mano izquierda y el muñón almohadillado de lo que había sido su diestra descansaban sobre la barandilla semicircular de madera de caoba tapizada con terciopelo rojo. Frente a él, la imponente mesa elevada del Consejo del Instituto de Investigación y Progreso de Dresde le envolvía. Sólo las dos personas en ella, y nadie más, decidirían qué iba a pasar con él después de lo que había hecho.
-Puede proceder a hacer su defensa. - El presidente del Consejo, Perseus Dutschenfeld, era un hombre de notable edad sin poder considerársele anciano. Su presencia no era especialmente intimidante, pero lo compensaba con su gesto de desdén; le miraba desde su posición central entre los siete asientos de la tribuna como si aquello sólo fuera un trámite. El joven en cambio se jugaba volver al sanatorio mental del que había salido no mucho atrás gracias a la tercera persona en la sala.
-Sí, señor. - Asintió y tragó saliva, nervioso. - Primero deseo pedir perdón por haber irrumpido sin permiso en un área restringida del Instituto y destruido material valioso e irreemplazable. - Miró a la otra figura en la mesa. - El profesor Linge me ha ayudado a comprender lo sucedido, y en mi descargo sólo puedo decir que fue totalmente involuntario.
Por alusiones, el arqueólogo de cabellos blancos y barba acabada en dos puntas intervino.
-Como compensación, el joven aquí presente ha sido de gran ayuda en la investigación del artefacto, Perseus.
El viejo secretario del Consejo se vio interrumpido por el presidente.
-Estimado Fremderzähler - empleó el título honorífico de su colega - deje por favor que sea el acusado el que complete su relato. - Lo dijo con una sonrisa meramente de cortesía, y luego se encaró de nuevo al estrado. - Joven, prosiga.
-Sí. - El manco cruzó brevemente la vista con la de Linge. - El profesor me explicó que el objeto que destruí accidentalmente, el Espejo del Tassili, era una reliquia de Lemuria. También me dijo que estaba a punto de iniciar su estudio y que pensaba que se empleaba como método de transporte.
Dutschenfeld miró inquisitivo a Linge, y éste confirmó aquellas afirmaciones en silencio. Luego animó al acusado para que continuara. A partir de aquí, pensó el chico, es donde se lo jugaba todo. Mentir nunca había sido su fuerte.
-El profesor pudo comprobar esa hipótesis; momentos antes de romper el espejo, me encontraba en Cairo, señor presidente.
-¿Perdone? - Perplejo, el altivo astrónomo se removió en su asiento. - ¿Estaba usted en Egipto?
-Así es, señor presidente. Llevaba allí viviendo un tiempo, buscando fortuna con las expediciones. - Trató de que no le temblara la voz ante aquel embuste descarado que había pactado con Linge. - He sido porteador, guardaespaldas y excavador para lady Amelia Edwards, entre otros. - A veces una mentira es más creíble que la verdad.
Dutschenfeld resopló, pero su compañero en el Consejo intervino.
-Perseus, lo he comprobado. Sabes que la conozco ¿no? - El otro asintió reticente. - Recibí respuesta de ella la semana pasada sin ir más lejos. Está más al sur ahora, pero estaba en Cairo la noche que el joven irrumpió en el almacén y ha confirmado que le conoce. - Él se preguntó si la colega arqueóloga de Linge había sido puesta al corriente de semejante patraña, por precaución.
-¿Y cómo, si se puede saber, llegó a Dresde, joven?
-A través de una copia del espejo, señor presidente. - Técnicamente, eso era cierto. En realidad no estaba en Egipto, sino en otro mundo, y eso todavía le chocaba cuando lo pensaba. Pero Linge le había aconsejado no revelar ese dato. Intentando mostrarse avergonzado, continuó. - Fui empujado a ella por un grupo de encapuchados que me habían secuestrado.
Dutschelfend elevó una ceja y puso los ojos en blanco.
-Déjeme adivinar. ¿Los mismos que le tatuaron el brazo y luego le cortaron la mano? - Había burla en sus palabras, pero él intentó no dejarse afectar por ella.
-No, señor. El tatuaje me lo hice al llegar a Egipto por propia voluntad. - Se refería a unas marcas que el mismo Espejo del Tassili había dejado en su brazo derecho al tocarlo, para las que no tenían explicación. Y como no la tenían, lo mejor era darles un origen banal, pensaron. - La mano en cambio la perdí en un accidente en una excavación cuando un bloque de piedra cayó atrapándola. Tuvieron que amputármela, señor presidente, pero el cirujano hizo un trabajo limpio. - Elevó el puño de la camisa y sonrió débilmente. Desde luego era mucho más verosímil también que decir que había sido cercenada instantáneamente por el espejo al tratar de atravesarlo de vuelta, lo cual además lo hizo explotar en mil pedazos.
-Suponiendo que me creo todo eso, ¿de verdad espera que me trague lo de los encapuchados?
Hans Linge entró de nuevo en su ayuda.
-Perseus, los rebeldes están buscando todo tipo de apoyo en su lucha contra la ocupación occidental. Ya sabes seguro que ha habido informes sobre la utilización de armas no convencionales. Hace unos meses incluso se habló de un rayo verde que hizo explotar un dirigible del ejército francés. Hélène y yo estamos convencidos de que tienen acceso a tecnología de Lemuria. Y eso quiere decir que podrían haber encontrado perfectamente otro espejo.
Un nuevo resoplido, y una cara que indicaba que el presidente se estaba obligando a sí mismo a creerse todo aquello en contra de su voluntad. Volvió a preguntar evidenciando ahora un nivel de tedio tal que parecía que le daba igual lo que respondiera.
-¿Y por qué le empujaron al espejo?
-Porque había descubierto el sitio donde se reunían. Iba de noche, casi madrugada ya, por la medina cuando vi a un grupo de ellos escabullirse. Los seguí con cautela pero me descubrieron. No se molestaron en atarme ni amordazarme, simplemente me cogieron entre varios y me llevaron dentro de la casa. Estaba todo lleno de cajas y había más gente. En el forcejeo intentando liberarme acabé empujado contra algo que me parece que era como el espejo que hay en el sótano.
-Pienso, Perseus, que al atravesar el vínculo entre ambos artefactos sin la adecuada fuente de energía en este extremo, provocó una sobretensión en la…
-Si, si, está bien. - El presidente le cortó con un ademán y se volvió a encarar con el chico. - Está bien. Señor Brauer, me encuentro inclinado, en vista de su testimonio y del voto de completa confianza expresado por el secretario de este Consejo, Herr Hans Linge, a acceder a la petición que éste ha hecho en nombre de usted, con carácter sumario, secreto, y urgente. - Dutschenfeld sonrió de forma inquietante, y a su lado, anticipando sus palabras, el viejo arqueólogo también se permitió una sonrisa discreta. - Le concedo la pena de muerte.
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Se sentó, incapaz de articular palabra, en el borde del pozo ubicado en un extremo de lo que había sido una bulliciosa plaza de mercado. Había pasado por allí todos los días de su vida, recorriendo esas calles y viendo esos viejos edificios desde pequeño. Conocía hasta la última persona del pueblo que le había visto nacer. Trató de asimilar el hecho de que todos habían desaparecido para siempre.
Capítulo 2 - La soledad del superviviente
Una de las torres de la iglesia yacía derruida, habiendo hundido el tejado de la sacristía. Sobre los restos crecían ya algunos árboles, y por su tamaño, hacía al menos una década desde el colapso. Lo mismo había sucedido entre los adoquines de las calles, ahora levantados por gruesas raíces. Los pájaros habían hecho suyo de nuevo el pueblo en el que se oían sus trinos por encima del ruido no muy lejano del riachuelo. Sobre éste aún se encontraba un puente de piedra, haciendo equilibrios por aguantar otro año más. Lo único que estaba como siempre, magnífico e inamovible, era el gran roble en el centro de la plaza en torno al que siempre se habían movido las caravanas de mercaderes y las danzas en la fiesta de la cosecha. Se respiraba paz, como si haber dejado que la naturaleza reclamara de nuevo el terreno saldara una deuda largo tiempo mantenida. En cambio, el panorama para Wilhelm Brauer, que lo contemplaba en silencio sentado en el borde del pozo, era absolutamente desolador.
El profesor Linge y la doctora Santeil entraron a la plaza con paso más reposado que él, que se había adelantado a la carrera al ver el campanario sobreviviente por encima de la cubierta del bosque. El camino se había vuelto intransitable para el automotor un buen tramo antes, así que llevaban un rato caminando ya por entonces. Eso no había detenido al joven, ansioso de regresar a su hogar. Sin embargo, no era para nada lo que esperaba encontrar.
En aquel día despejado de verano, la veterana historiadora caminaba hacia él a cubierto de una gran sombrilla blanca, mientras que el arqueólogo se resguardaba bajo un ancho sombrero. Se miraron preguntándose quién debía hacerse cargo, de una forma que sólo la complicidad de toda una vida podía transmitir. Ella asumió la labor de confortar al joven.
-Wilhelm… - Puso una mano en su hombro, pero como el chico no respondía le acompañó en la ancha y pulida piedra del borde del pozo. - ¿Es este el lugar? ¿Estás seguro?
-Mademoiselle Santeil... - Rehuía la mirada, no queriendo reconocer aún lo evidente, pero al final asintió. Señaló lo que quedaba de la iglesia. - Allí me bautizaron. Y a mis hermanas. - Sonrió fugazmente. - Inge ya era casi una mujer cuando la vi por última vez, Rita aún era una niña... - Se le rompió la voz y volvió a apartar la cara.
-La epidemia fue hace más de un siglo. El pueblo lleva desierto desde entonces, me temo. - Wilhelm ya sabía aquello, pero había albergado la esperanza...
-Unos ciento viente años, de hecho. - El profesor Linge se acercó a ellos, permaneciendo de pie. - Hay pocos registros, pero la fecha se conserva.
-Mi abuela… - El chico apretó el ceño. Les miró a ambos, levantando la vista. - Me habló de un invierno que se había llevado consigo a mucha gente, pero no a todo el pueblo.
-Me temo que es otra de las diferencia entre tu mundo y éste, Wilhelm. - Hans buscó la sombra del gran roble. - Después de aquello, la superstición hizo que la gente no se atreviera a regresar.
Linge le había dado una oportunidad de compensarle por interferir en su investigación y él la había aceptado, entablando ambos una amistad en el proceso. Así, cuando le pidió visitar su hogar para ver cómo era en este mundo al académico le pareció bien. Habían tenido que ir casi hasta el extremo más alejado de la Confederación de Ducados, de cuyos territorios formaba parte ahora el pueblo, o lo que restaba de él. Brauer ya había temido desde el principio que no iba a encontrar a nadie conocido, incluso antes de descubrir que en esta otra realidad su hogar no constaba en los mapas, pero no había querido aceptarlo hasta verlo por sí mismo. Finalmente, la tristeza había sustituido al anhelo.
-Y ahora, sólo quedo yo.
Se levantó lentamente y fue hacia el árbol, en cuyo tronco apoyó la mano, como era costumbre al regresar al pueblo después de un viaje. Luego echó a andar hacia el río. Sus acompañantes se miraron y le siguieron sin decir nada ni acercarse demasiado, dejándole espacio. El joven se paraba cada dos por tres delante de una casa, reconociendo algunas y encontrando otras extrañas. En su mayoría, las más viejas habían caído sobre sí mismas. Así siguió hasta que empujó la puerta deshecha de una y accedió a su interior. El techo que cubría su única planta se había derrumbado largo tiempo atrás sin nadie que lo renovara. Desde fuera, ambos le oyeron llorar y decidieron esperar en la calle.
Un rato después, inspirando profundamente y tratando apenas de disimular que aquella había sido la casa donde ya no iba a encontrar a su familia, les pidió en silencio que le siguieran por el camino que conservaba muchos años de rodadas por sus losas. Al poco llegaron ante las ruinas de un molino, justo corriente arriba del ancho puente de piedra.
-Aquí trabajaba antes de embarcar en la expedición. - Miraba al edificio, pero no parecía ver lo mismo que los demás. - Allí estaban las dos ruedas, una para moler el grano, la otra para la forja. - Siguió señalando, ahora a una zona vacía. - En ese extremo había una parte más nueva, donde estaba el taller. Llevaba sólo dos años allí y me habían nombrado oficial ya. Mi madre estaba orgullosa de mí. - Hizo una pausa larga antes de seguir. - Cada día, veía a la gente ir y venir por encima del puente, cruzando el río. - Sin importarle que pareciera a punto de derrumbarse, empezó a andar por su ancha calzada empedrada. - Y pensaba que un día yo también iría más allá. Que dejaría atrás el pueblo y conocería el mundo. - Les encaró desde arriba y les animó a acompañarle. - Suban, este puente lleva aquí siglos y nunca he visto que nadie le preste mucha atención ni lo repare. Aguantará. La última vez que lo crucé estaba igual que éste y no paraban de pasar carretas y carruajes.
Pisando con tiento, la historiadora y el arqueólogo llegaron a la cima del arco que soportaba la construcción. Pensativo como estaba, prefirieron no romper su reflexión.
-Y finalmente me marché, ¿saben? No miré atrás. - Ahora sí lo hizo, volviendo a contemplar la aldea deshabitada. Una bandada de pájaros aterrizó dentro de un edificio sin tejado algo más alto que el resto. La casa del burgomaestre, identificó. - No pensaba que cuando volviera, sería el último.
-Hay un cierto je ne sais quoi en ser el último, monsieur Brauer. - Hélène Santeil se pegó al chico, cogiéndole del brazo mientras continuaba. - Hace poco en Viena, en una reunión de la Real Sociedad Arqueológica tuvimos un acalorado debate sobre un relato referente a un centurión del Imperio Romano, Cassius Chaerea. Un personaje peculiar, desde luego, fue guardia pretoriano de un emperador al que él mismo acabó asesinando. Es posible que hasta tuviera motivos para ello, lo cual sería en sí algo más inusual que la propia traición. Pero el caso es que algunos de mis colegas - la palabra iba cargada de intención - insistían y de hecho siguen insistiendo a día de hoy, en dar credibilidad a un relato apócrifo sobre él. Estoy convencida de que lo hacen porque esta historia le convierte en el único oficial que sobrevivió a la masacre del bosque de Teutoburgo, que por cierto tuvo lugar no demasiado lejos de aquí, al sur creo recordar. Por desgracia, aunque muy idealizada y muy elogiosa de sus dotes de liderazgo, todo apunta a que es una versión escrita varios siglos después de que Chaerea viviera y que es una completa invención. Y aún así… se resisten a descartarla porque ser el último superviviente tiene algo especial, jovencito. - Le guiñó el ojo, y Wilhelm sonrió como respuesta. - No menosprecies esa cualidad.
Regresaron lentamente de vuelta a la plaza. El sol ya empezaba a declinar pero aún era difícilmente soportable. Se refugiaron bajo el gran roble, y el chico volvió a tocar su agrietada corteza. Aún había tristeza en su rostro, pero también una cierta determinación.
-Creo que tiene razón, doctora Santeil. Y si después de todo soy el único que queda, tengo más motivo que nunca para salir ahí fuera y llevarlo con orgullo. - Miró a ambos y luego se inclinó llevándose el brazo sin mano al pecho. - Gracias a ambos por haberme traído de vuelta a mi hogar una última vez.
-Faltaría más. - Hans Linge sonrió afable. - Lo que me recuerda una cosa, muchacho. - Tenía algo en mente que debía llevar pensando un rato, en realidad. - Dado que no sale en mapas modernos, los registros no se ponen de acuerdo en el nombre de este lugar. Probablemente ahora sólo lo conoces tú a ciencia cierta. Y si no es mucho pedir, me gustaría saberlo a mí también, por curiosidad. - La historiadora suspiró en silencio al oír la petición, aún habiéndola visto venir. Hans no apreciaba más atractivo en un misterio que su propia resolución.
-Claro, profesor. - Wilhelm Brauer rió, captando el gesto de ésta. - Soy el último hijo de Vanger.
Capítulo 3 - El miedo al mañana
Wilhelm Brauer tragó saliva con dificultad ante aquellos dos viejos académicos que le miraban desde su elevada tribuna. ¿Pena de muerte?
-No entiendo, señor presidente. - Miraba a Linge intentando encontrar una explicación, pero éste se tapaba la boca, mirando hacia un lado. - ¿Ha dicho…?
-Me ha escuchado usted bien, joven. Dada la especial relación de este Instituto con el gobierno de la República en materias de índole científica como la que nos ocupa, tenemos ciertas… potestades. - Volvió a sonreír de aquella forma inquietante.
El profesor intervino finalmente, traicionando un gesto de diversión mal disimulada.
-Wilhelm, lo que quiere decir Herr Dutschenfeld es que vamos a premiar tu colaboración con una gracia especial...
-¿¡Matándome!? - El chico no pudo evitar elevar la voz. La audiencia había ido mejor de lo que esperaba hasta ese momento, pero ahora se encontraba más asustado que al principio, con el corazón acelerado y escalofríos en la espalda.
-Sólo si no nos deja más remedio, señor Brauer. - El presidente torció la boca con disgusto ante su exclamación, y tamborileó con los dedos sobre la larga mesa.
-Perseus… - Linge levantó las manos pidiendo calma. - No. No vamos a matarte. - Un gesto dubitativo cruzó su rostro. - Es decir, sí, pero no como tú te piensas. - Wilhelm intentó encontrarle sentido a lo que estaba escuchando sin éxito. El arqueólogo prosiguió. - Tu salida del sanatorio fue confidencial, un permiso especial del que no habrá registro en ningún sitio oficial. - El joven abrió la boca empezando a comprender. - De lo que habrá constancia es de que el interno con tu nombre e historial falleció allí y entonces presa de una apoplejía. ¿Entiendes ahora lo que queremos decir?
Wilhelm asintió lentamente, mirando al suelo frente a él.
-Perfecto. - Dutschenfeld se levantó bruscamente. - Mañana le llevaré los documentos al enlace cuando vaya a la Cancillería para la reunión mensual. - Y bajando la voz aunque sin hacer demasiado esfuerzo. - Estamos en paz, Hans. - Después de eso abandonó su puesto, apresuradamente y sin dedicarle otra mirada al chico.
El arqueólogo concedió inclinando la cabeza y esperó hasta que su colega se hubo marchado por la puerta lateral de la sala para bajar hasta el estrado de audiencias. Allí le esperaba su protegido, más vivo de lo que constaba en cualquier papel con su nombre.
-Profesor, yo… - Linge no le atosigó, dejándole que encontrara lo que quería decir. - Gracias. De verdad, muchas gracias. - Se inclinó como un autómata, queriendo tender su mano derecha que había perdido y no pudiendo hacerlo.
-No hay de qué. - Su salvador y a la vez verdugo le palmeó el hombro y le invitó a acompañarle. - Venga, vamos a celebrarlo. ¿A dónde te apetece ir, Wilhelm?
-No. - A pesar de haber hablado con seriedad, se permitió un gesto de picardía.
-¿No? ¿No vamos a celebrarlo? - Pero rápidamente comprendió lo que quería decir.
-No. Digo que Wilhelm Brauer no puede ir a celebrar nada si está muerto, ¿no le parece? - Y sonrió a la vez que una lágrima se le escapaba.
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Kassius Folkvanger caía hacia delante desde lo alto del puente de Augusto con una lágrima en su mejilla cuando algo lo enganchó por la espalda del abrigo y tiró de él con violencia, devolviéndole al duro pavimento con un golpe brutal sobre su costado. Luego esa misma persona lo puso en pie sin miramientos, agarrando de su pechera, y antes de que pudiera decir una sola palabra un enorme puño se estrelló en su estómago, doblándole por la mitad y haciéndole caer nuevamente, ahora de rodillas y sin aliento.
-¿¡En qué estabas pensando!? ¡Falta de respeto al viejo! - Lev Kozhemov resopló en mitad de su enfado. - ¿¡Eres idiota o qué, muchacho!? - En el silencio de última hora de la noche sus gritos llegaron más lejos de lo habitual. - Arriba, vamos. - El rastreador siberiano le hizo levantarse de nuevo y prácticamente le arrastró hasta un automotor parado a escasos metros, con la puerta abierta y aún en marcha. El suicida ni se había percatado de su llegada.
El hombre aún le lanzó una mirada enfurecida con su único ojo antes de arrancar y alejarse de allí. Kassius no intentó hablar con él, razonar o escaparse del vehículo. Momentos antes estaba convencido de que su vida había acabado, pero ésta se empeñaba en lo contrario. Se concentró en su dolorido abdomen y el maltrecho hombro sobre el que había caído, y mantuvo silencio durante el trayecto. El habitualmente lacónico ruso, paradójicamente, no dejaba de hablar con su limitado alemán.
-Señorita tiene razón. Eres bastardo con suerte. Casi disparo a tu cabeza en el bosque. Ahora esto. - Apretó la boca bajo la barba sin quitar la vista de la calzada. - Ella decide perdonarte, y yo respeto. Pero tú… - Dio un volantazo brusco en un cruce que pegó al copiloto contra su puerta. - Tú desprecias regalo. Renuncias vivir. - Hubiera escupido si no estuvieran dentro del automotor. - Eres un cobarde.
-¡No es verdad! - Se encaró con el conductor, revolviéndose también por dentro. - ¡Tu no tienes que vivir con esta carga!
-¡Cállate! - Kozhemov rugió, silenciando al magullado joven. - ¿Te crees único con sangre en las manos? ¿Único con fantasmas? ¡Ja! - Inspiró hondo y soltó algo en su lengua natal antes de continuar. - Tienes responsabilidad de vivir. Quitas vida, debes vivir. Si no, sin sentido todo. Cazadores saben. Señorita comprende perfectamente. Tú debes también. - El ruso siguió sin prestarle atención al duro gesto de su acompañante. - Pero no lograrás si vives con miedo.
-No tengo miedo…
-¡Claro que tienes! - Le fulminó de nuevo con la mirada, aunque sólo momentáneamente pues seguía conduciendo. - Miedo a hacer daño a alguien querido. Miedo que alguien muere por tu culpa. Miedo paraliza todo este tiempo.
Kassius se mantuvo callado otro rato más mientras Lev salía de la ciudad y se dirigía a la casa del profesor, que se encontraba cerca del Instituto. Empezaba a clarear visiblemente por el este, a sus espaldas.
-Señorita contó cómo conociste a su abuelo. Y todo antes. - Folkvanger se giró, sorprendido de que Linge hubiera contado la verdad a alguien a pesar de su promesa. - Egipto, su espejo, la casa de locos. - Respiró aliviado, y se reprimió internamente por haber desconfiado del profesor aún por un instante. Lev continuó, sentencioso. - Tienes culpa, es normal. Pero si quitas vida desprecias todo que el viejo hizo.
Kozhemov aparentemente dio con eso por zanjada la discusión, después de haberle regañado como lo haría con un niño que se había portado mal. Kassius aún iba reflexionando sobre sus palabras cuando el automotor se detuvo en la entrada de la casa. Ruriek había salido al porche y les esperaba paciente allí.
-Bienvenido a casa, amo. Me alegro de verle de nuevo. - La voz proveniente de su caja de música le sonó más cálida de lo habitual. - Por favor venga junto al fuego, lo tenía preparado para su regreso.
-Gracias Ruriek. - Folkvanger apoyó una mano en el hombro de su asistente y pasó al interior de la casa arrastrando algo los pies. El autómata le ayudó a quitarse el abrigo y se lo llevó. Él se quedó allí, sin moverse, esperando quizá que el ruso le acompañara, pero éste permaneció en el exterior. Había pasado meses encerrado en esa casa y sin embargo ahora la encontraba extraña. Se había despedido de todo aquello, y ser consciente de esto le hizo apretar los ojos. No tuvo tiempo apenas para autocompadecerse, ya que el sonido de otro vehículo al frenar le llegó desde fuera.
Helga, comprendió. Llevaba mucho sin verla, desde el día que le había dejado en libertad. Oyó sin entender una breve conversación entre ésta y su jefe de expedición. Sólo pensar en volver a enfrentarse con ella le hizo estremecerse. La nieta del profesor le odiaba, y con motivo. No se hizo de rogar y entró a voz en grito.
-¡Kass! - Casi se chocó con él, no esperándole tan cerca del umbral. Allí parada lo primero que hizo fue clavarle la mirada, pero luego la suavizó. - ¿Se puede saber en qué estabas...? - Se detuvo al ver cómo se encogía al oírla, agachando la cabeza.
Ruriek regresó y les animó a ir a la salita, incapaz de captar lo tenso de la situación. Kassius aprovechó la ocasión para escabullirse, pero la cazadora le siguió y se sentó en una butaca frente a aquella en la que él se derrumbó. Desde la protección que brindaban los laterales acolchados de ésta, el joven encontró el coraje para mantenerle la mirada. Finalmente, logró también hablarle.
-¿Él os avisó? - Señaló vagamente al autómata.
-La señorita Helga me dejó órdenes al respecto, amo. Debía notificarle si usted abandonaba la casa.
-¿Por qué? - Siguió fijo en ella. - ¿Qué más te da? - Resoplaba, cambiando el miedo por resquemor. - ¿No es lo que querías…?
-¡No! - La chica apretó los reposabrazos al adelantarse sobre ellos.
-¿A quién quieres engañar? Me quieres muerto. Por lo que le hice al profesor.
-¿¡Eres idiota o qué!? - Kassius retrocedió contra el respaldo. - ¡Te dije que no tenías la culpa! ¿Crees que te hubiera ayudado a recuperarte si te quisiera muerto?
-Sólo era tu experimento, y lo sabes. En cuanto tuviste tus datos me dejaste ir.
Helga estaba haciendo esfuerzos visibles para no levantarse y darle una paliza. La segunda en lo que iba de día y con la primera bien reciente aún, pensó Kassius, que supo que había tocado una fibra sensible.
-Me apuntaste con un fusil. A la cara.
-¡Y lo retiré, pedazo de memo! ¿No te acuerdas de eso?
-¿Para que viviera con ello? ¿Era mejor venganza si estaba vivo sufriendo que muerto?
-¡Joder, no! - Pero rehuyó su mirada y se echó hacia atrás en su asiento. - Vale, sí, ese fue el primer pensamiento. Estaba muy enfadada.
-¿Más que ahora?
-¿Ves un rifle apuntándote?
Ambos permanecieron en silencio varios minutos antes de que ella reiniciara la conversación masajeándose la frente.
-No tienes culpa de aquello, Kass. La culpa es mía por haberos llevado a los dos, no era seguro y yo era consciente, pero no le dí importancia, estaba demasiado obcecada. - Era la primera vez que éste le oía reconocer algo así a ella. - Pero aunque no tengas culpa, eres responsable.
-¿Y eso qué quiere decir?
-Que aunque lo hicieras de manera involuntaria, quitaste una vida. - Lo mismo que le había soltado el ruso en el automotor, pensó Kassius. - Eso te hace responsable ante esa persona.
-Lev me ha dicho algo parecido. ¿Es una cosa de cazadores o qué?
-Es una cosa de sentido común. Estás en deuda con mi abuelo.
-¿Y contigo también?
-Yo tengo tanta responsabilidad como tú en esto, y hagas lo que hagas a mí no me lo puedes devolver.
-¿Entonces?
-Pero a él si le puedes compensar.
Kassius resopló otra vez en su sitio, apartando la mirada.
-¿Cómo podría hacer algo así?
Helga se levantó y suspiró, recuperando la calma después del intercambio.
-Continuando su legado, como hago yo. Honrándole, recordándole. Siguiendo adelante. ¿Sabes que la casa es tuya? - Kassius la miró sorprendido. - Y no sólo eso, te puso en su testamento.
-No tenía ni idea. - Aquello le hizo avergonzarse aún más por lo que había hecho, como un auténtico desagradecido.
-Te apreciaba, Kass. Y por lo que le conocía, estoy segura de que no querría verte así ni después de lo que ha pasado.
Folkvanger intentó ocultar el rostro tras su única mano. Helga le dio la espalda y se dispuso a salir de la sala para dejarle tiempo y no herir más su orgullo. Desde el umbral, como aquella vez meses atrás en su laboratorio, le habló sin volverse.
-Ven a verme cuando estés listo, no he estado ociosa desde la última vez que nos vimos, ¿sabes? Tengo algo para ti.
Él inspiró hondo y se puso de pie en el sitio antes de responder.
-Lo haré. - Ella asintió y se puso en marcha. Ya había llegado casi a la puerta principal cuando la llamó. - Helga. Muchas gracias.
Ésta le sonrió fugaz, y Kassius contempló desde allí cómo se alejaba la que después de todo, en cierta forma al menos, seguía siendo su amiga. A su espalda, la luz del amanecer inundó la salita cuando Ruriek descorrió las cortinas. A pesar de las heridas y del miedo, comprendió, no estaba sólo. Seguía siendo parte de aquel mundo.
Epílogo - Planes de futuro
Helga le vio llegar a su laboratorio a través de la pared de cristal que separaba el recinto de contención del resto de la estancia. Le hizo señas para que esperara y empezó el proceso de quitarse el uniforme de trabajo de manera metódica. Comenzó por la escafandra aislante, que dejó colgada en su percha por el gancho de su extremo superior; luego la bata protectora que incluía los guantes en la misma pieza y se ataba con un cierre magnético a su espalda se abrió al accionar a la vez los dos pulsadores sobre sus hombros. Se acercó al soporte en la pared donde otros anclajes dejaron la prenda suspendida lista para volver a usarla con sólo introducir los brazos en las mangas. Aún llevaba la mascarilla adicional sobre nariz y boca, y las botas de goma. Se lavó las manos dos veces con jabón en una pileta cerca de la entrada a la cámara y accedió a la esclusa. Allí depositó la mascarilla en un contenedor que se cerraba herméticamente, y el calzado en una cubeta llena de líquido desinfectante. Activó un pulsador y durante medio minuto los fuertes ventiladores a sus lados y sobre su cabeza se encendieron a la vez que el extractor bajo la rejilla sobre la que estaba descalza se encargaba de llevar todo resto físico a un depósito de cartón que luego se quemaba.
Finalmente abrió la puerta exterior y se sentó en un taburete cercano para calzarse otras botas que tenía allí preparadas. Sólo cuando hubo terminado Kassius le saludó con aire divertido.
-Te has tomado tu tiempo. - Pero sabía que era la diligencia mínima exigible en una instalación como aquella, teniendo en cuenta las sustancias que solía manejar.
-Tú también, ¿no te parece? Dos semanas casi.
-Tenía muchas ideas que poner en orden.
La joven le dio la razón con un ademán.
-¿Qué vas a hacer entonces?
-Me marcho. - Helga se apresuró a reprocharle con la mirada que huyera, por lo que él matizó, alzando su mano. - De viaje, descuida, nada permanente. Pero va a ser largo. Ya he trazado el plan, voy a seguir la ruta de tu abuelo hasta Lemuria y de vuelta. Teníamos algunas teorías interesantes que poner a prueba.
-¿Sobre el espejo? - Le indicó que tomara asiento en un largo diván que estaba allí para que ella se pudiera lanzar a descansar después de sus largas jornadas en la cámara haciendo experimentos. Solía acabar demasiado cansada para subir las escaleras del sótano de la casa. Ambos se acomodaron para poder mirarse mientras charlaban.
-Sí. Y más generales también, por eso tengo que rehacer el camino de él, para volver a mirar con más atención. También quiero hablar con los equipos de campo permanentes para estar al día. Espero que sabiendo que trabajaba con el profesor me den acceso, pero no tengo ninguna garantía por ahora, así que espero tener suerte.
-¿Cuándo marcharás? - Había pena pero también comprensión en su voz.
-Tan pronto Hoffman me prepare una mano. Iré a verle mañana mismo, ya tengo el nuevo diseño cerrado para tratarlo con él, creo que será todo un reto esta vez. - Sonrió con picardía. - ¿Qué es lo que tenías que contarme?
-Lo que he estado haciendo estos meses.
-¿Y eso es...?
-He vuelto a Bohemia. - Kassius se estiró en su sitio y forzó el gesto. - A la cueva. Varias veces, de hecho.
-¿Para tomar muestras?
-Para aislar lo que te hizo aquello. - Hizo una pausa, tanteando su reacción. - Y reproducirlo.
Él se revolvió incómodo, pero no rehuyó el tema, picado por la curiosidad tanto como por la aprensión.
-¿Y lo has conseguido?
Ella asintió.
-Los hongos junto al estanque. - Continuó. - Los he estado cultivando en otro recinto aislado bajo condiciones controladas. Efectivamente, es algo en las esporas lo que desencadena esa reacción en el cuerpo.
-¿Y qué harás ahora que lo sabes?
Por toda respuesta, se levantó y fue hacia un armario metálico de combinación por resorte presurizado cercano a la atestada mesa de trabajo. Lo abrió mostrando una balda completa de botecitos sellados llenos de un polvo blanco muy fino. Kassius se quedó casi del mismo color al comprender de qué se trataba. La chica fue a coger uno de ellos, pero viendo el gesto de él se lo pensó mejor. El otro la miró con recelo.
-Esa cosa es muy peligrosa, Helga. Deberías quemarlo todo para que no vuelva a hacer daño a nadie.
-Ya lo he hecho. - Él elevó una ceja. - En la última visita a Kraslice fuimos con un lanzallamas portátil. Ahora mismo la cueva es estéril, y tengo intención de volver para asegurarme de ello en un tiempo. Sólo yo tengo acceso a los hongos en este momento, - señaló el contenido de la caja fuerte - y están a buen recaudo, te lo aseguro. - Dicho aquello, volvió a cerrar la compuerta reforzada y regresó con él. - No he podido probarlo en nadie, no me atrevo, pero pienso que en dosis controladas…
Esperó expectante su reacción, pero el manco permaneció inexpresivo y en silencio varios minutos, mirando al infinito. Finalmente sacudió la cabeza y suspiró.
-Suerte con eso, no creo que encuentres a nadie dispuesto a correr ese riesgo. No puede haber alguien tan loco.
Helga no dijo nada, pero por su gesto, Kassius estaba casi seguro de que había esperado que él se ofreciera voluntario. Sin embargo fue algo fugaz, y la criptobióloga asintió con una discreta sonrisa, aceptando su respuesta y cambiando de tema. Él agradeció esto.
-¿Qué le has puesto esta vez al diseño de la mano? - Incluso él había perdido la cuenta de cuántas había encargado al artesano desde aquella primera, varios años atrás.
-Detalles menores que ya tenía pensados hace tiempo. - Prolongó la pausa teatralmente unos instantes. - Y las líneas.
Helga abrió mucho los ojos ya que sabía perfectamente a qué se refería con aquello; le había comentado en más de una ocasión su intención de añadirlas algún día para recuperar el tatuaje perdido junto con su mano derecha.
-¿Por qué ahora?
-¿Y cuándo mejor? - Clavó en ella sus ojos. - Tu abuelo y yo estábamos convencidos de que las marcas tenían alguna utilidad concreta, y pienso averiguar cuál. Por él. - Alzó su diestra ausente y mostró su sonrisa de lobo. - Y cuando uno va de aventuras, tiene que ir lo mejor preparado posible, ¿no?
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