Capítulo 1 - Teorías descartadas
Perseus se removió dentro del grueso abrigo, intentando acomodarse otra vez para notar lo menos posible el frío de aquella mañana invernal. Los terrenos interiores del Instituto estaban blancos, árboles, tejados y estanques, pero bajo los caminos empedrados y la pista de aterrizaje las resistencias ambáricas habían cumplido su función, derritiendo la nieve. De esa forma caminar entre los edificios del enorme complejo ubicado en un promontorio a orillas del Elba, al este de la ciudad, era sencillo. Aunque tratándose del segundo día de enero, no había aún apenas docentes ni investigadores, por no decir ya estudiantes, y menos a una hora tan temprana. Pero ellos tenían que estar allí, Nevrakis y él, para recibir a su visitante. Bueno, realmente sólo él, como cabeza del Consejo Rector, pero el griego había insistido, y como no quería que le diera mucho la tabarra al respecto, él había accedido de mala gana, esperando que supiera comportarse adecuadamente ante alguien del nivel de Klaus Knudsen.
El empresario danés, dedicado al transporte aéreo y por vía férrea, era una persona muy influyente en los círculos de toda Europa, y su contribución económica al Instituto, en absoluto desdeñable. Estaban allí para acompañarle, puesto que los detalles sobre la muerte de su nieto, los pocos que tenían, ya se los habían proporcionado en su día. Perseus aún se debatía internamente entre darle el pésame al viejo mecenas o no, puesto que la verdad era que nunca habían encontrado el cuerpo del joven Jorgen, compañero de Nevrakis y de él en el Consejo. Técnicamente era una desaparición pero tras casi mes y medio desde el suceso, a finales de noviembre, no habían conseguido la más mínima pista del paradero del investigador. Tenían que afrontar la seria posibilidad de que algo grave le podía haber ocurrido. Se sentía como si tuviera que dar explicaciones, como si fuera culpa suya, y temía la reacción de Knudsen y las consecuencias que pudiera acarrear todo aquel asunto.
-Veo que tiene buen gusto además de mucho dinero. - A su lado, Eleutherios Nevrakis parecía ajeno al frío, y sonreía no sin cierta amargura mientras señalaba hacia un punto en el cielo donde él aún no veía nada. Debía estar perdiendo visión, lo cual para un astrónomo no dejaba de resultar inquietante. - ¿Ves? El dirigible en el que viene es un diseño de los míos.
Perseus Dutschenfeld puso los ojos en blanco y se dijo que a pesar de todo, su acompañante se mostraba demasiado jovial para la situación en la que estaban. Sabía que lamentaba la pérdida de Knudsen y que había querido estar allí para decírselo al abuelo de éste en persona. Después de todo, había tenido más cercanía con el físico que prácticamente cualquier otro allí. Posiblemente porque ambos eran igualmente excéntricos, cada uno a su manera. Pero aunque su forma de comportarse habitual fuera ésa, había momentos y momentos…
Esperaron pacientes los pocos minutos restantes hasta que la aeronave privada, de barquilla plateada y bolsa decorada con filigranas doradas y rojas, se acercó a la posición de atraque. Los anclajes magnéticos bajaron y se ajustaron por sí mismos, de tal forma que ya sólo tenían que recoger los cables para terminar de bajar hasta el suelo con exactitud y suavidad. Ambos marcharon a paso ligero al tiempo que un autómata descendía por la escalerilla desplegable, seguido por otro idéntico que ayudaba a bajar a un anciano de cabellos blancos y ralos, anteojos pequeños, barba poblada pero cuidada que ocultaba un mentón fuerte, bien abrigado, y que sin duda era su ilustre huésped. Además, el parecido familiar era innegable, especialmente en los ojos claros. Como representante del Instituto, Perseus se adelantó levantando una mano e inclinando ligeramente la cabeza.
-Bienvenido a Dresde, Herr Knudsen. - Algo encorvado, el otro devolvió el gesto, flanqueado por sus mayordomos metálicos. Uno de ellos le sostenía del brazo izquierdo. - Lamentamos enormemente que su visita sea motivada por este desafortunado acontecimiento. - Pensó que había sonado correcto, aunque no hubiera especificado demasiado.
-Gracias, Presidente Dutschenfeld, Sternfänger. - Al oír que usaba su título honorífico no pudo evitar hincharse. - Me alegra verle a usted también, profesor Nevrakis. - Su voz sonaba serena, ajena a lo sucedido. - Mi nieto me habla de usted en sus cartas con admiración y mucho aprecio. - El presidente escuchó aquello y sintió un pinchazo por dentro. Aquel hombre se refería al joven en presente y eso no era un buen síntoma.
-Es triste conocerle en estas circunstancias, señor. - El griego se acercó y le estrechó la mano con efusividad. - Permítame decirle que hemos buscado a su nieto, removiendo cielo y tierra, sin dar con él.
Era la primera vez que el danés pisaba el Instituto en treinta años, por lo que sabía Dutschenfeld. Hasta entonces sólo habían tratado con sus representantes. Aún recordaba el día en que, siendo él miembro novel del Consejo, éstos habían llegado, diciendo que el empresario quería contribuir al bien de la ciudad en la que había hecho su primera fortuna.
-Les agradezco su esfuerzo. A ambos. - Tomó aire y se estiró un poco, ganando unos centímetros. - Pero creo que no merece la pena que continúen la búsqueda. ¿Podemos ir al alojamiento de Jorgen, caballeros? No tengo mucho tiempo para esto, me esperan en Praga para almorzar. - No esperó a que le respondieran y empezó a andar junto a sus asistentes autómatas, dejando al comité de bienvenida atrás. Perseus y Eleutherios se miraron, y los dos compartieron una mirada un tanto incómoda por la forma en que Knudsen había dicho aquello. Especialmente el griego, que parecía profundamente turbado, pero no dijo nada. Siguieron al industrial del transporte, limitándose a señalarle brevemente a él y a sus ayudantes el edificio donde los profesores regulares y algunos eventuales tenían sus apartamentos. Muchos evitaban así tener que desplazarse desde la ciudad cada día.
No tardaron en llegar a un pasillo del ala derecha del primer piso, donde se encontraba la residencia del investigador desde que había obtenido su doctorado en física teórica. Lo había logrado con una investigación sobre partículas que había impresionado al tribunal, suponiendo que hubieran entendido lo que el joven había bautizado como Efecto Knudsen. Perseus se sabía ignorante en muchos campos, pero por lo que el danés les había intentado explicar al entrar a formar parte del Consejo, era algo relacionado con la coexistencia de estados y posiciones de los componentes últimos de la materia bajo ciertas circunstancias hipotéticas. O algo así.
El alojamiento tenía su dormitorio, su baño privado, un salón destinado a las visitas y que estaba forrado de estanterías, muchas de ellas vacías, así como un estudio privado el cual estaba abarrotado de diarios de investigación y libros de notas. Las paredes de éste tenían varios tablones cubiertos de papeles pinchados, todos ellos llenos de fórmulas, diagramas y una escritura limpia pero muy pequeña, como si su autor quisiera usar el mínimo espacio posible. La doble mesa junto al ventanal que daba al tranquilo patio interior del edificio tenía encima un grueso libro y dos calculadoras de entrada microperforada, conectadas en paralelo, que Perseus supuso debían haberle servido a su dueño para efectuar simulaciones para sus experimentos. El viejo se detuvo frente a todo ello y se inclinó para mirar por la ventana a los árboles nevados que crecían dentro del espacioso claustro acristalado de la planta baja.
-Jorgen encontró aquí la paz que necesitaba para hacer sus investigaciones, y por eso les he de estar agradecidos. - Hizo una pausa en la que ambos académicos se quedaron en silencio, no queriendo interrumpir los pensamientos del visitante. - Mi nieto quería entender por qué el mundo se comporta de la manera en que lo hace y no de otra. De niño siempre preguntaba por todo, y por eso cuando tuvo edad suficiente solicité su ingreso aquí. - Dutschenfeld recordaba que la petición para que el nieto de catorce años de su principal patrón fuera admitido había encontrado escollos, pero afortunadamente el chico había demostrado que pese a su edad, tenía nivel más que suficiente. Nevrakis asintió, como si él también lo supiera, pero lo hizo algo inquieto, muy alejado de su habitual despreocupación. El viejo seguía sin demostrar el más mínimo pesar, sólo una leve melancolía. A Perseus también le resultaba fuera de lugar esa falta de apego, pero no iba a pretender que la desaparición del joven le había afectado tanto como al griego. Knudsen se volvió hacia uno de sus sirvientes y empezó a dar órdenes con voz de mando, dejando atrás el tema. - Kiel, haz un inventario de todo lo que haya que enviar a casa y lo dejas en la conserjería de la entrada. - Recogió el libro del escritorio y se lo pasó al otro autómata. - Helm, por lo que veo éste no es de Jorgen, sino de la biblioteca del Instituto. Asegúrate de que vuelva a su lugar.
-Yo me haré cargo de eso, señor. - La mano de Nevrakis saltó rauda y capturó el volumen antes que el mayordomo, el cual no dijo nada. - Si me disculpa, tengo obligaciones que me requieren en otro lugar, así que debo ausentarme. - Perseus conocía bien el carácter del afable diseñador de aeronaves y notaba perfectamente que estaba deseando irse de allí, arrepentido de haber conocido al mecenas. Sintió pena por su decepción. No obstante, el griego no perdió la cortesía, y se despidió con una breve inclinación. - Ha sido un placer, Herr Knudsen.
-Gracias, profesor. No le retendré más. Aprecio que haya venido.
-Nuevamente, siento mucho su pérdida. - Y sin añadir más, con el libro bajo el brazo, salió del estudio y del apartamento.
El viejo danés encaró a Perseus de nuevo, y su mirada triste le sorprendió. Ya no sabía qué deducir de su indiferencia intermitente, ¿estaba afectado o no por lo que sea que hubiera pasado con su nieto?
-Desearía ver el laboratorio de Jorgen, si es posible.
Dutschenfeld ya esperaba eso, así que recuperando la compostura le pidió que le acompañara. El autómata que había quedado ocioso volvió a ayudarle a moverse hasta los ascensores, y pronto estaban camino del otro extremo del complejo. Pasaron cerca del edificio de la biblioteca mecanizada que, dado que había sido financiada por él, tenía el nombre de Klaus Knudsen grabado en la puerta principal, por la que se accedía a su única planta sobre el nivel del suelo. Bordeando las construcciones de distintos estilos y tamaños, siguiendo los caminos sin nieve, finalmente llegaron al taller asignado al joven físico. Estaba aislado, ubicado a petición suya lejos de otras estructuras para tener las mínimas interferencias posibles. El comité de espacios no había visto problema en adaptar las viejas caballerizas del castillo medieval donde se había asentado el Instituto en su origen. Perseus abrió la puerta del laboratorio, preparado para mostrar aquel desalentador panorama al anciano.
-Interesante. - Fue lo único que dijo éste al entrar, y nuevamente, el tono en que lo dijo le inquietó.
El suelo estaba cubierto de cristales que provenían de las ventanas rotas. Varios de los muebles que habían estado cubriendo las paredes yacían tumbados, como si alguien los hubiera tirado en un arrebato de furia. En el centro vacío de la estancia, del techo colgaban docenas de cables por todas partes, algunos del tendido para la iluminación, y otros que acababan en varias consolas con diales, palancas y accionadores. Todos estos aparatos estaban ennegrecidos, saboteados por quien quiera que había causado toda aquella conmoción al secuestrar a Knudsen y robar sus experimentos, o eso había deducido Perseus nada más entrar allí en noviembre.
-No sabemos quién hizo todo esto, pero suponemos que fueron los que se llevaron a su nieto.
Knudsen le miró perplejo, soltó una breve carcajada mal contenida y se volvió hacia su acompañante metálico, mientras Dutschenfeld enrojecía de vergüenza por la reacción del viejo.
-Helm, recoge los libros y notas que localices y llévalos al dirigible. - Luego le devolvió su atención, sin rastro de aquello que le había hecho tanta gracia instantes atrás. - Señor Presidente, Jorgen ya sabía cuidarse perfectamente cuando le recogí con siete años de las calles de Copenhague. - Sonrió brevemente otra vez. - No tema por él, de verdad, es un chico preparado y con recursos.
Perseus seguía mirando asombrado al anciano, que ahora le dio la espalda mientras contemplaba distraído el desastre que era el laboratorio de su nieto. El autómata terminó de examinar los muebles en busca de libros, pero apenas encontró nada. Cargando todo bajo un brazo y ayudando a su dueño con el otro, ambos pasaron al lado del astrónomo, que se quedó allí unos instantes más, a solas.
Estaba recordando que efectivamente sabía que Knudsen era adoptado, él mismo se lo había dicho en alguna ocasión. No sabía que había vivido en la calle, eso sí, pero lo mismo daba. Había quedado tan convencido del parentesco al ver al viejo por primera vez, que lo había olvidado.
Contemplando ahora cómo éste se alejaba del taller camino de su aeronave, Perseus Dutschenfeld frunció el ceño, planteándose todo tipo de absurdas hipótesis y tratando de encajar la actitud del empresario, absolutamente despreocupada, con la desaparición posiblemente violenta de su nieto. Como si supiera algo que ellos desconocían. Su risa de antes había parecido una broma privada.
Lentamente fue dando forma a una teoría de lo que podía haber pasado allí realmente, por muy rebuscada que le pareciera. Pero finalmente, después de darle vueltas, el viejo y respetado científico dijo para sí mismo, al tiempo que salía en pos del danés:
-Imposible.
Capítulo 2 - Hipótesis indemostrables
Eleutherios respiraba aceleradamente mientras bajaba las escaleras camino del exterior, dejando atrás a Perseus y a aquel hombre que tanto le había sorprendido, y no precisamente para bien. ¿Cómo podía mostrarse tan insensible con lo que había pasado? Incluso aunque no hubieran encontrado a Jorgen muerto, y se estremeció de pensarlo, tenía que estar al menos preocupado por su desaparición, a no ser que tuviera algo que ver con ella. Pero la simple idea de que el abuelo pudiera estar involucrado en algo así hubiera hecho reír al chico, que le tenía en un pedestal, y el griego lo sabía perfectamente.
Se fue directo a la facultad de aeronáutica, atravesando los dos patios interiores de la masa de edificios amontonados que constituía el centro del Instituto. Absorto y más enfadado por momentos, no devolvió los saludos de algunos de sus alumnos de primer año, de sus estudiantes del laboratorio de dinámica subsónica, de los hermanos de Ruyter, esos dos holandeses osados que querían resucitar los trabajos de propulsión de Herschel, ni de dos de sus colegas de trabajo. Ninguno comprendía por qué el habitualmente bienhumorado creador de aeronaves se mostraba tan huraño, pero lo que le molestaba era algo que no podía compartir con nadie.
Subió de dos en dos las escaleras hasta la segunda planta, y resoplando por el esfuerzo, que no solía hacer a menudo porque para eso estaban los ascensores, entró a su despacho y cerró por dentro. Necesitaba pensar y serenarse. Dejó el libro, el cual había llevado fuertemente apretado bajo el brazo, encima de la atestada mesa, sobre los planos de la sección de cola del monoplaza que Mireille estaba diseñando. Se los había dejado antes de irse a casa a pasar la navidad, pero aún no había podido revisar esa parte del proyecto. Demasiado trabajo acumulado, pensó con amargura, dejándose caer en su silla de resorte.
Se fijó por primera vez en el tomo que se había comprometido a devolver en nombre de Jorgen. ¿Historia económica? Leyó el título dos veces más, perplejo. ¿Cómo demonios había llegado eso a manos del chico? Pero si lo suyo era la física avanzada, de la que Eleutherios ni comprendía ni se molestaba en estudiar porque para su campo no hacía falta. ¿Y qué hacía eso en la biblioteca del Instituto en cualquier caso, si no enseñaban esas materias? Quizá en la Escuela Independiente de Alta Enseñanza, pero no allí. Aquello no tenía el más mínimo sentido, y él se echó hacia atrás llevándose las manos a la frente y empujando el respaldo hasta que chirrió el muelle. Se restregó los ojos, tratando de encontrar una respuesta.
El nieto de Knudsen era miembro del Consejo Rector gracias a sus investigaciones en física de partículas, todas ellas teóricas pero aún así reconocidas por los expertos de su campo como sumamente interesantes, si no revolucionarias. Tenían que serlo para que hubiera sido propuesto para el cargo con sólo veintitrés años, pulverizando todos los récords de que se tenía constancia a ese respecto. De eso hacía ya quizá dos inviernos, Eleutherios no estaba seguro. Lo que sí recordaba era haberle visto por primera vez bastante tiempo antes, siendo un muchacho aún, sólo en la biblioteca que llevaba el nombre de su abuelo, entre pilas de libros. Un chico danés que nunca hablaba con nadie, asistía a las clases sin apenas llamar la atención salvo la de sus profesores en los exámenes, y que pasaba allí todo el año sin volver apenas por casa. Después de algún tiempo decidió abordarle un día en su mesa de siempre en la sala de lectura, picado por la curiosidad.
No olvidaría la cara de susto que puso, y luego estuvo seguro, no era porque un profesor se dirigiera a él, que aún estaba en los cursos preparatorios. Poco a poco fue rompiendo su aislamiento, interesándose por sus estudios y trabajos, y comprendiendo que era alguien que estaba bastante por encima de sus compañeros, lo cual le excluía del grupo automáticamente. Había visto esa historia tantas veces que no tardó en pedir para él a sus colegas que se le permitiera acceder a las asignaturas de verdad, las de nivel superior. Verse admitido en ese otro ambiente fue una liberación para el joven, y Eleutherios comprobó cómo su potencial iba resultando evidente también para todos los demás. Antes de poder darse cuenta, le empezó a ver discutiendo acaloradamente con los profesores de física en sus despachos, no cesando de hacerles preguntas que no sabían responder. Él se reía por dentro, contento de haberle ayudado aunque fuera sólo un poco. Al cabo de unos años él mismo estaba dando clases ya a otros alumnos, y cuando llegó el momento de votar su acceso al Consejo, que había sido propuesto por el propio comité que validó su tesis doctoral, no lo dudó ni un momento.
Recordar todo esto no le hizo bien en ese momento. Jorgen había desaparecido sin dejar rastro. Una mañana de noviembre alguien había descubierto las ventanas de su taller rotas y había dado el aviso. Rápidamente se corrió la voz y todo el Instituto supo que algo había pasado y que alguien había destrozado el laboratorio del profesor Knudsen. Incapaces de dar con él y sin saber si había abandonado el complejo sin avisar, al día siguiente contactaron con su abuelo para averiguar si había tenido que salir apresuradamente por algún motivo familiar, pero éste les sorprendió al responderles simplemente que no tocaran nada de sus experimentos ni de sus habitaciones hasta que él llegara, indicando que lo haría cuando le fuera posible. Un mes y medio le había llevado, y aunque a Nevrakis eso le había resultado extraño, no se había esperado para nada que la actitud del anciano fuera la que había mostrado. Como si no le importara en absoluto. Todas las veces que Jorgen y él habían hablado, la imagen que el chico le había transmitido era la contraria: su abuelo se preocupaba por él y lo había hecho siempre, prestando mucha atención a sus estudios primero y luego a sus experimentos. No tenía sentido, se repitió.
¿Qué había estado haciendo que había dado lugar a que se viera obligado a huir o le secuestraran, como había sugerido Perseus al enterarse de la noticia? Conforme iban pasando los días desde el suceso, intentó encontrar respuestas investigando por su cuenta en el taller, en contra de los deseos del viejo Klaus. Pero aunque su nivel hubiera sido suficiente para entender algo de lo que el joven estaba haciendo, y no era el caso, no hubiera podido. Rápidamente descubrió que no estaban los diarios de las últimas semanas, ni las notas ni diagramas de la instalación que había estado montando durante meses. Habían hablado alguna vez de todo ello, y sabía que Jorgen estaba muy ilusionado con el proyecto, pero había renunciado a interesarse exactamente por lo que estaba intentando demostrar. Ahora se recriminaba a sí mismo no haber preguntado más o haber tratado de comprender el trabajo de su amigo. Sabía que era algo relacionado con ese efecto suyo, el que llevaba su nombre, pero al demonio si entendía algo de todo eso.
Resopló y se levantó de un salto. Agarró de nuevo el libro y salió del despacho sin molestarse en echar la llave. Bajó de nuevo y salió al paisaje nevado, dándole vueltas aún al tema. Estuvo tentado de acceder a la biblioteca a través de alguno de los túneles que conectaban el complejo bajo tierra, pero lo descartó, prefiriendo el aire frío, con la esperanza de que le ayudara. El Instituto se encontraba en una colina que había estado fortificada en la Edad Media. Las murallas originales ahora estaban muy dentro del recinto, engullidas por los edificios que habían ido apareciendo a un lado y a otro de ellas en la irregular expansión de aquel lugar a lo largo de las décadas desde su fundación, casi un siglo atrás. Ahora el promontorio estaba casi ahuecado, y aunque nunca había visto un mapa completo, que en caso de existir, seguramente el comité de espacios guardaría celosamente aduciendo motivos de seguridad, apostaba a que podría cruzarse de una punta a otra sin ver la luz del sol, pasando de sótano a bodega, por pasillos abovedados y plantas subterráneas que se habían excavado bajo edificios ya construidos. Y casi en el centro, se ubicaba la biblioteca.
Se encontraba en el hueco que había dejado un monumental torreón del castillo original al terminar de derrumbarse en un incendio. Ya entonces, Klaus Knudsen era su patrón, y decidió donar una suma indecente pero muy bien recibida por la dirección que había entonces, unos veinte años atrás, antes de que él llegara a Dresde. Su dinero permitió construir, excavando en la roca viva hasta una profundidad desconocida por muchos, la que ahora era la joya de la corona del Instituto. La enorme biblioteca contó desde su diseño original con un sistema automático de búsqueda y organización del material que hacía innecesario rebuscar en sus pasillos durante horas. Para recuperar cualquier volumen de la colección y poder leerlo, bastaba con hablar con algún bibliotecario. Y eso fue lo que hizo él nada más entrar por la gran puerta principal.
Marissa Dielmann, jefa de archivos a la que conocía desde hacía años, aceptó el libro que le entregaba, sabedora de que Jorgen no iba a poder llevarlo él mismo. Se dirigieron hacia una de las terminales de devolución que se encargaría de que el tomo regresara a su lugar.
-Echo de menos al joven Knudsen. - La responsable de la colección no ocultaba su tristeza por lo sucedido. - Pasó tantas horas aquí… amaba este lugar, profesor Nevrakis, más que ninguno de nosotros, creo yo.
-Vengo precisamente de conocer a su abuelo. - La bibliotecaria abrió mucho los ojos al oír aquello.
-¡No sabía que venía! Pena, me hubiera gustado agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros, todo lo que ha donado al fondo. Este libro - alzó el que él le había traído - es del último lote que regaló. Su nieto ya se la había leído casi entero cuando…
No terminó la frase, apartando la vista. Los rumores que circulaban debían ser imaginativos, indiscretos, y de todo menos prudentes a la hora de sacar conclusiones apresuradas.
-¿En serio? - El griego no quiso dejar pasar ese comentario. - Me sorprendió mucho encontrarlo en su estudio.
-A mí también me llamó la atención verle que sacaba estos textos, ¿sabe? - Se acercó más a él, bajando más la voz por costumbre que por educación, ya que estaban totalmente solos en la sala. - Llevo tanto tiempo entregándole ejemplares sobre temas que no sé ni lo que son y títulos que no entiendo, que no pude evitar preguntarle por el repentino cambio de interés.
-¿Y qué dijo?
-Que su abuelo había insistido en que los leyera, y que tenía buenos motivos para hacerle caso.
Se quedó un momento pensativo. Luego, Eleutherios Nevrakis se despidió apresuradamente y salió a paso rápido del edificio, dejando la bibliotecaria confundida y sin comprender nada. Pero él estaba empezando a entender, y no estaba seguro de a dónde le llevaba todo aquello, pero estaba dispuesto a acudir a la fuente original, si podía alcanzarle antes de que partiera de nuevo. Había preferido dejarle, no expresar su sorpresa por lo que les había dicho a él y a Perseus, pero por más que lo pensaba llegaba a la misma conclusión; el abuelo tenía que saber más de lo que dejaba ver, aunque aún no supiera el qué.
Camino del dirigible se cruzó con Dutschenfeld.
-¿Dónde está? ¿Se ha ido ya? - Aprovechó para recuperar algo el aliento.
-Acabo de dejarle en su nave, partirá en breve.
-¿No te has esperado? - Le sorprendía que el Presidente no se hubiera quedado hasta verle partir.
-No. - Le miró con gesto torcido. - Ha estado en el laboratorio y se ha ido como si nada. Aquí hay algo raro, Eleutherios. Sabe algo que no nos cuenta.
-¿Tú también lo piensas?
-Claro. Pero no voy a presionarle. Nos hace falta el dinero…
Nevrakis salió corriendo sin mediar palabra, indignado por la actitud del otro e ignorando los gritos de su colega de que no hiciera ninguna tontería. No estaba acostumbrado a tanto ejercicio y pronto se encontraba sin poder respirar, pero aguantó hasta plantarse al lado del dirigible, que aún tenía los anclajes colocados. Con las manos en los costados, recuperando el aire, la puerta se abrió y en ella apareció el viejo Klaus Knudsen.
-¡Profesor Nevrakis! - Parecía contento de verle, sonreía. - ¿Qué le trae por aquí?
Se incorporó como pudo y le interpeló sin preámbulos.
-Usted sabe dónde está Jorgen, ¿verdad? Por eso no le preocupa todo esto.
El anciano no perdió la sonrisa. Al contrario, más bien la amplió. La forma de hacerlo le recordó a su amigo, además de por la mirada, aunque sabía que no estaban estrictamente emparentados. Por encima del ruido de los motores, oyó claramente cómo le respondía.
-Por supuesto. - Lo sabía, pensó el griego, triunfante.
-¿Y dónde está? - No perdió tampoco tiempo ahí. Necesitaba saber. - No ha sido un secuestro, ¿no?
-Claro que no. Sólo ha salido de viaje.
Los anclajes se soltaron y el dirigible empezó a subir. Knudsen seguía ante la puerta abierta, alejándose del suelo lentamente.
-¡No, espere! ¿Dónde ha ido?
El hombre se rio abiertamente y cambió el tono por otro mucho más cercano.
-No estás haciendo la pregunta correcta, Eleutherios. - Divertido por la cara del griego, desde un par de metros de altura, el viejo industrial danés le habló una última vez antes de entrar a la cabina y cerrar. - No hubiera llegado hasta aquí sin tí, y te estaré eternamente agradecido por ello, amigo mío. ¡Guárdame el secreto, por favor!
Nevrakis se quedó en silencio contemplando la marcha de la aeronave, hasta que unos minutos después Perseus llegó a su lado, cuando los propulsores sólo eran un zumbido lejano.
-¿Te ha dicho algo? - Le puso la mano en el hombro para llamar su atención.
-¿Qué? - Estaba aún procesando las últimas palabras de Knudsen.
-Que si le has preguntado o no.
Salió entonces de aquel pequeño momento de revelación para responder a su compañero en el Consejo, y lo hizo con voz átona.
-No. No he podido llegar a preguntarle nada, ya estaba despegando.
Dutschenfeld suspiró, visiblemente aliviado.
-Es mejor así. - Le palmeó un par de veces más y echó a andar de vuelta al edificio central. - Sí, es mejor así - repitió.
Pero Eleutherios Nevrakis siguió allí, de pie en la pista, en mitad del paisaje nevado, entendiendo que aquellas habían sido, con la voz de Klaus, las palabras de su amigo Jorgen.
Epílogo - Información privilegiada
Cayó sobre sus rodillas en aquel suelo polvoriento, mareado y boqueando por la repentina falta de aire, bruscamente extraído de sus pulmones. Se había formado un poco de escarcha en sus manos y su cara, que se palpó mientras trataba de superar la desorientación transitoria que había hecho presa en él. A su alrededor, las antiguas cuadras del castillo donde cincuenta años después montaría su laboratorio yacían abandonadas y decrépitas, con un agujero en el techo y una de las puertas dobles casi descolgada.
Logró ponerse en pie y asomarse, tratando de asegurar que nadie se había percatado de su llegada. Fuera la oscuridad reinaba en la noche sin luna salvo por algunas luces tras las cortinas de lo que reconoció como una de las residencias de profesores, donde él mismo se había alojado hasta hacía poco. Por lo demás, los terrenos de la antigua fortificación donde tanto ahora como en su época se ubicaba el Instituto estaban en un silencio sólo interrumpido por el ronroneo de un lejano automotor de vapor.
Toda su vida convergía en ese momento exacto. Su infancia en las calles, su adopción por un acaudalado empresario del ferrocarril que siempre le había tratado como uno más de sus nietos, su educación en una de las más prestigiosas instituciones científicas, su doctorado y sus meses de febril investigación.
Tenía veinticinco años, trece kilos de platino en lingotes atados a la cintura, y un buen listado de negocios e inversiones que iban a ser extremadamente rentables durante el próximo medio siglo. Lo bueno del viaje en el tiempo, se dijo, es que puedes advertirte a ti mismo para ir bien preparado.
-Gracias, abuelo. - pensó el joven, y echó a andar hacia un gran hueco en la descuidada muralla, en busca de un futuro ya escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Las críticas, comentarios y sugerencias son siempre bienvenidos. Los comentarios se moderan para evitar spam.